Enrique Peña Nieto muestra niveles de aprobación preocupantes. Un dígito si nos atenemos al 12% de Reforma y 9% de Ulises Beltrán de la semana pasada. Eso es atribuible a su desempeño, pero también al momento que vivimos.
Peña está paralizado. Su estrategia de comunicación ha sido paupérrima. Es un error la negativa a lanzarse contra sus gobernadores, corruptos a un grado obsceno. El manejo de las finanzas públicas ha sido más que irresponsable, criminal. Y esto ocurre en medio del surgimiento de populismos, con un menor ritmo de crecimiento mundial, y con la llegada a la Casa Blanca de un presidente que, claramente, no nos quiere.
Cuesta trabajo creer que Peña es el mismo presidente que logró pasar reformas estructurales que ponen a México en una trayectoria potencial totalmente diferente.
La violenta reacción al gasolinazo nos permite ver la fragilidad de los avances logrados. Resulta claro que la reforma energética fue posible (comprando legisladores), pero que nunca se explicó por qué era deseable. La estúpida estrategia de venderla como una garantía de que el público pagaría menos por luz y gasolina, ha sido un error imperdonable.
Nunca fue ese el objetivo. La reforma energética incrementa exponencialmente el potencial industrial de México al darle a las empresas la certeza de que tendrán abasto suficiente de energía al permitirles conseguirla de donde sea, o incluso de generarla. Les permite distanciarse de paraestatales ineficientes, con objetivos distorsionados, falta de inversión, corrupción y cuellos de botella, que contaminan las cadenas de suministro e imponen lastres al crecimiento y barreras a la inversión privada.
La reforma energética nos permite aprovechar nuestra cercanía geográfica con el productor de gas más barato y cuantioso del mundo. Permite que el gobierno salga de actividades donde no tiene nada qué hacer.
La reacción al gasolinazo muestra que no se entiende el daño causado por décadas de monopolio de Pemex (de su sindicato y de sus compadres) en la distribución, almacenamiento y comercialización de energéticos, donde se invirtió mal y poco. Ciertamente, el gobierno federal ordeñó a Pemex sin reparo. Pero, cuando vemos las pésimas inversiones que ha hecho la paraestatal, como la reciente compra de las plantas de Grupo Fertinal, o las colosales pérdidas que muestra en actividades de refinación, me pregunto qué elefantes blancos habrían creado. La flagrante corrupción ha asfixiado a esta empresa. El evidente sobrepago de la empresa antes mencionada merece investigación profunda porque apesta, como también lo amerita la admisión de Odebrecht de los enormes sobornos que les pagó recientemente.
En la crítica al gasolinazo no se entiende que para atraer inversión privada al sector se requiere de precios que reflejen fielmente las condiciones del mercado. En la medida que haya diferenciales de precios que reflejen el costo real de llevar combustible a diferentes regiones, habrá empresas interesadas en invertir para eficientar la distribución. Pensar que el gobierno debería de hacer la inversión, o que se debería subsidiar el precio, es un total absurdo. Evidentemente, el gobierno debería usar los recursos que saca de nuestros bolsillos por medio de impuestos para invertir en infraestructura, en educación pública de calidad, en salud pública, en programas reales (no clientelares) para combatir la pobreza, en el desarrollo de ciencia y tecnología, en Estado de derecho. Pero debe quitarse del camino y dejar que empresas privadas hagan la inversión en sectores como el energético, asegurándose de que compitan. Al gobierno sólo le compete asegurarse de que la competencia sea libre, con reglas claras, y con instancias legales eficientes para dirimir desacuerdos.
Se dice incesantemente que el gasolinazo muestra que la reforma energética fracasó. Nada más lejos de la verdad. Comprobamos que a los gobiernos se les acaban los recursos cuando insisten en subsidiar la ineficiencia eternamente. Acaban sucumbiendo ante estructuras enormes que se vuelven carísimas y garantizan ineficiencia. Sólo veamos de cuánto es el pasivo laboral contingente de empresas paraestatales y universidades públicas. Eso sí es para quitarnos el sueño.
Se dice también que la falta de crecimiento es muestra de que las políticas neoliberales no han funcionado. ¡Como si éstas hubieran sido aplicadas! México sufre el costo de un Estado obeso, corrupto y gastalón, que da recursos desmedidos a entidades federativas que los despilfarran. Sufre por tener una base recaudatoria (de causantes cautivos) demasiado pequeña, con un sistema fiscal obtuso y absurdo, con tasas demasiado altas (en relación con los servicios recibidos). El peso de la economía informal es descomunal, y es un lastre pesadísimo que impide crecimiento económico, pues no permite capacitación o productividad.
Considerando cuánto de nuestra economía es “capitalista” “de mercado” o “neoliberal”, lo más preocupante es creer en aquellos políticos que prometen cambiar de modelo. ¿Cuál modelo? México es tan pragmático y acomodaticio como nuestros políticos.
En este contexto, el Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) ha permitido que una parte del país se industrialice, y goce de reglas claras al ser parte de tratados internacionales, y por ende, predecibles. Si todo en México funcionara así, México crecería más que cualquier país asiático. Las reformas son un paso pequeñísimo en la dirección correcta. Pero, la extrema impopularidad de este gobierno y su ineficacia ponen tanto a reformas como al paradigma económico, en riesgo.
@leon_alvarez