No es el modelo económico o la forma de ver la economía lo que está mal, amigos. Independientemente de la orientación económica, lo que está en juego es nuestra reputación como país. ¿Somos honestos, responsables, tenemos futuro, somos confiables? Nuestra viabilidad como nación es lo que está en juego.
Tomó décadas construir la reputación de México como país económicamente responsable y ortodoxo. Funcionarios como don Miguel Mancera Aguayo merecerían reconocimiento. Este logro no ocurrió en forma lineal e ininterrumpida, fue producto de avances y retrocesos que forjaron credibilidad institucional, principalmente en Banco de México, que hizo escuela de banqueros centrales serios e inobjetables. No es gratuito el nivel que el mundo financiero le otorga a un economista como Agustín Carstens, gobernador actual del Banco de México.
Quienes tenemos cierta edad, crecimos con la certeza de la crisis de final de sexenio. Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas terminaron en medio de crisis e incertidumbre que mataba proyectos de inversión al acercarse la sucesión presidencial. Gradualmente, se logró una razonable estabilidad y predictibilidad, merecimos el grado de inversión de todas las calificadoras, reflejando la alta probabilidad de que México pagará sus deudas. Inversionistas, incluso conservadores, están autorizados a comprar bonos emitidos por el gobierno de México.
El camino hasta ese privilegiado punto requirió disciplina transexenal. La ortodoxia sobrevivió, incluso, al cambio de ida y vuelta del partido en Los Pinos. México mantuvo niveles de deuda pública manejables, inclusive la blindó con el peso, para quitarle vulnerabilidad al tipo de cambio, y logró extender el plazo de vencimiento de la deuda pública mucho más allá de lo que jamás se pensó posible, abriéndole el camino a otras economías en la región.
Lamentablemente, el gobierno de Enrique Peña Nieto ha dado marcha atrás. Recibió la deuda pública sólo 10 por ciento en dólares y la incrementó a 30 por ciento; creció en 12 puntos del PIB. En forma dolorosa, redujeron el gasto en inversión de 4.8 por ciento del PIB, cuando lo recibieron a 2.8 por ciento, la proporción más baja desde 1939. En 2017 gastarán más en intereses que en inversión. Esa es sólo parte de la historia. En los estados la contratación de deuda ha sido colosal, la corrupción nauseabunda y la falta de fondeo de pensiones de trabajadores estatales es una bomba de tiempo.
Resulta inverosímil que este deterioro ocurrió bajo la vigilancia de un hombre inteligente y buen economista como Luis Videgaray. Dio marcha atrás en una disciplina que era esencial, no por falta de capacidad sino por exceso de arrogancia. Su reforma fiscal fue mediocre. No buscó incrementar la base de recaudación; titubeó en gravar medicinas y alimentos; no intentó cambios estructurales, como forzar a los estados a recaudar con prediales; no corrigió los niveles de tasas marginales para estimular inversión privada. Hizo una reforma recaudatoria básica. Habrá que reconocer que logró compensar la fuerte caída en los ingresos petroleros. En forma curiosa, fue precisamente la caída lo que le permitió pasar de un enorme subsidio a las gasolinas a un impuesto considerable a estas, lo cual era deseable. Pero en estos momentos ya no sirve de mucho.
Ahora, José Antonio Meade enfrenta retos enormes. El movimiento quizá eliminará su posibilidad de contender para la candidatura presidencial del PRI, pues se sacó la proverbial rifa del tigre. Está entre la espada y la pared.
Las calificadoras pusieron el dedo en la llaga. México, dice S&P, enfrenta un problema de corrupción (evidente), de gobernabilidad (la CNTE financiada desde Bucareli es buen ejemplo) y un crecimiento preocupante de la deuda pública. La alternativa responsable para Meade sería hacer un recorte real al gasto. Urge acabar con miles de gastos superfluos (INE, Congreso), clientelares (Sedesol en manos de Luis Miranda) y absurdos (cierre de secretarías y miles de burócratas sindicalizados que no hacen nada). Lo que se discute para el Presupuesto 2017 confirma que no habrá tal recorte.
Eso hará que la deuda crezca más, se verá afectada por un peso más débil (la deuda en dólares se traducirá en que se deban más pesos), por una mayor tasa de referencia (conforme la Reserva Federal continúe su gradual ascenso), y un diferencial mayor sobre estas (reflejando la mayor percepción de riesgo crediticio del país).
Esa es una película, muy mala por cierto, que ya vimos. Se vuelve dificilísimo salir de ese círculo vicioso. A mayor deuda mayor costo de la deuda, menor inversión privada, consumo más débil, menor recaudación, debilidad del peso, dolarización del ahorro y volatilidad.
No es el modelo económico o la forma de ver la economía lo que está mal. Independientemente de la orientación económica, lo que está en juego es nuestra reputación como país. Peña Nieto y Meade todavía están a tiempo de evitar que regresemos a las crisis de fin de sexenio.
Leonardo Álvarez
@leon_alvarez